LA TABERNA DE MIXEN
apocalipsis

“Cuando empezó a terminar”
El chico levantó la mirada de su teléfono y preguntó:
—¿Crees que el fin del mundo será como en las películas? Ya sabes, explosiones, desastres, gente corriendo…
El hombre sonrió con paciencia. Todos crecieron con esa imagen: el apocalipsis como un espectáculo. Pero él sabía que el fin del mundo ya había comenzado, y nadie se había dado cuenta porque llegó disfrazado de normalidad.
No hubo una fecha exacta. Solo una lenta erosión. Las conversaciones sinceras se agotaron primero: las palabras se convirtieron en proyectiles; cada uno hablaba para vencer, no para entender. Las redes, que prometían unirnos, terminaron transformando a las personas en vitrinas que se observan, no en seres que se tocan. Fue el primer temblor, invisible para la mayoría.
Luego vino el cansancio, no el físico, sino el del alma. La gente dejó de indignarse de verdad, de maravillarse, de sentir. Aprendieron a sobrevivir con distracciones, a llamar “contenido” a cualquier cosa, a confundir la conexión con el ruido.
Mientras tanto, el planeta se calentaba, los bosques desaparecían y las estaciones se volvían erráticas, como si la Tierra también hubiera perdido el hilo de la historia. Incluso eso se volvió rutina: las tragedias llegaron tan rápido que nadie parecía dolerles.
—¿Y eso es el apocalipsis? —preguntó el chico, aún con media sonrisa.
—Sí —respondió el hombre—. El apocalipsis no es el fuego, sino el olvido. No es que el mundo se destruya, sino que dejamos de sentir que vale la pena cuidarlo. Comenzó cuando confundimos progreso con acumulación, cuando creímos que pensar era opinar y que libertad era comprar. Empezó cuando dejamos de mirar el cielo porque estábamos demasiado ocupados mirando pantallas.
El apocalipsis también apareció en los ríos que murieron sin que nadie levantara la voz; en los mares que se llenaron de plástico y fueron llamados “inevitables”; en millones de personas huyendo de guerras sin nombre mientras el resto del mundo cambiaba de canal. En incendios que pintaban los amaneceres de rojo, y aún así la gente decía “qué bonito”. Se volvió paisaje, fondo de pantalla.
A fuerza de acostumbrarse, dejaron de ver. Los países rearmaban sus ejércitos por miedo, no por necesidad; cada frontera era una herida y cada conflicto, una excusa para vender armas. Mientras tanto, las grandes ciudades crecían hacia arriba y hacia adentro, pero la gente se encogía por dentro. Aprendieron a competir incluso por quién sufría más. Y los poderosos entendieron que ya no necesitaban censurar la verdad: bastaba con inundarla de mentiras.
—Pero eso siempre ha pasado, ¿no? —dijo el chico, buscando justificación.
—Tal vez —contestó el hombre—, pero nunca con tanto ruido y tan poca alma. Antes la gente luchaba porque creía que algo podía cambiar; ahora, muchos ni siquiera creen que valga la pena intentarlo. Cuando el ser humano deja de creer en el mañana, el mundo deja de tener futuro.
Lo peor no era que el mundo se acabara. Lo peor era que siguiera, pero vacío: ciudades con luces encendidas mientras nadie miraba las estrellas; palabras de amor que no sabían tocar; algoritmos que intentaban reemplazar la memoria humana.
El chico guardó el móvil. Por primera vez en años, levantó la vista y miró de verdad.
—Entonces… ¿ya no hay esperanza? —preguntó.
—Claro que la hay —dijo el hombre—. Siempre la hay, porque el apocalipsis, al final, es una revelación. No destruye para acabar, sino para mostrar lo que ya estaba roto. Y si alguien lo ve, si es capaz de mirar sin apartar la vista, entonces aún no está perdido.
El chico permaneció en silencio, y el hombre pensó que ese era un buen comienzo. El fin del mundo podía esperar un poco más: alguien lo estaba mirando de verdad.